sábado, 3 de diciembre de 2016

ROBAR LIBROS

Aunque lo había probado en su época de mal bachiller nunca sospechó que acabaría haciendo del robo de libros un arte sugerente y cautivador.
 Cuenta que una tarde cualquiera, él, lector empedernido y seducido por el dulce elixir de los volúmenes encuadernados, decidió probar. Despegó disimuladamente un adhesivo imantado en la contraportada, debajo de la solapa, y, por si el detector sonaba o alguien lo paraba, salió tranquilo  haciéndose el distraído. Esa sensación, la de un hombre adulto con Ulises de Joyce en la mano, pasando por un triunfal arco detector mudo, arco de triunfos, laureles y fanfarrias imaginarias, fue única. Y de aquella manera, despacio, sin prisas, al principio cada semana y luego cada tres días, fue construyendo una biblioteca importante. El hurto de libros, sólo el de librerías, constituía una alternativa a la carestía de los mismos. 
Libros de bolsillo o de primera edición, manuales, diccionarios, (se hizo con el Moliner en dos tardes), incluso tomos enciclopédicos metidos en una bolsa sin el más leve contratiempo. Es cierto, su habilidad era máxima. Descansaba cada tres meses uno, de esa manera, al reinicio, el latrocinio de vuelta se hacía más excitante si cabe. 
Hoy he estado en su biblioteca. Supera los veinte mil volúmenes. Literatura, ensayo, novela, poesía, religiones. Paneles y estanterías maravillosas de libros por doquier. Me contaba sobre su arte, instructor veraz y locuaz, mientras saboreábamos un don napoleón. Al pasar por delante de los surrealistas no he podido resistirme. En un despiste me he guardado Aniceto o el panorama de Louis Aragón en un bolsillo de la chaqueta. Despidiéndome, justo cuando estaba casi en el ascensor y con aire benévolo, me señaló el bolsillo: cuando lo leas, devuélvelo, dijo.

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